Introducción – Testimonios sobre la prostitución – Kate Millett [Traducción]


Traducción activista: Anna Prats | Año: 1976 | Título original: The prostitution papers : «A quartet for female voice»

Introducción de 1976

Han pasado cuatro años desde que escribí mi primera introducción a los Testimonios sobre la prostitución; tres desde que escribí el epílogo. Casi han pasado seis años desde ese verano frenético de 1970, cuando se grabaron por primera vez las cintas para los testimonios, cuando las prostitutas M y J estuvieron sentadas toda la noche “contándomelo”, mientras el café se desbordaba o la grabadora se paraba o se terminaba la cinta. De hecho, algo me perdí o no acabé de entender, porque hay veces que la vida es más importante que el relato, cuando la experiencia humana eclipsa todos los propósitos, literarios o políticos.

Incluso ahora, recordando aquellas noches de verano, siento un pequeño escalofrío. La ciudad ha derribado mi antiguo estudio en el Bowery, decidiendo, en su infinita sabiduría, que un edificio de 1806, una de las cinco residencias más antiguas de la ciudad de Nueva York, no podía seguir en pie por culpa de una grieta en la pared. Todos los edificios de Florencia, Italia, deben tener una grieta en la pared, y así es como perdemos nuestras ciudades, así es como perdemos Estados Unidos de América. Da igual. Me hice con otro loft a pocos metros de allí y nunca me fui del viejo barrio.

La CBS ya no llama dos veces al día como durante aquel verano, cuando Política Sexual era un cometa que los medios de comunicación dispersaban por el cielo. El feminismo ya no es el producto estrella, la sensación de la prensa, ahora forma parte de nuestras vidas. Se ha establecido en la conciencia colectiva, es un elemento aceptado en nuestro entorno social, político e intelectual, una circunstancia integral dentro de la vida de nuestro tiempo, lo cual es muy positivo. Y mi propia vida es mía de nuevo, habiendo sobrevivido a los peligros de la asfixia tanto por la prensa como por la política. El movimiento ha crecido no solo en número, sino en tolerancia y en dar el “espacio” que una necesita para vivir o escribir, y ha seguido alimentando mi trabajo tal y como lo hizo al principio, dándome el coraje y el apoyo para poder escribir.

Pero esas noches de verano de 1970 fueron momentos salvajes y terribles. Rememorándolos ahora, el presente parece casi sereno, y siento una sensación casi inquietante de “madurez”. Creo que no es solamente que yo fuera joven e ingenua e inocente de lo que sucedía en el mundo hasta esas noches, sino que realmente fueron mi introducción al “Núcleo”, lo que en los últimos años he llegado a llamar en mi mente el descubrimiento final de la condición de mujer: nuestra esclavitud física, es decir, nuestro aprisionamiento en la prostitución, nuestra conquista en la violación, nuestro encarcelamiento mediante palizas y violencia doméstica. Estas tres son los cimientos de nuestra opresión, las más desagradables de mencionar, las más vergonzosas de abordar, las que más ofenden a la sensibilidad masculina, las acusaciones más graves a la supremacía masculina, los cargos más dañinos contra los siglos de dominio patriarcal. En Estados Unidos llegamos tarde en defender la causa de las mujeres maltratadas por sus maridos, Inglaterra va por delante nuestra. Solo recientemente estamos empezando a organizarnos en cuanto a la violación, y nuestros servicios de atención a víctimas de violación están centrados en gran medida en cuando ya ha sucedido, pero todavía tenemos que dirigirnos a la prevención. Con la prostitución el trabajo también ha sido lento y difícil. No es para menos.

Cuando las mujeres maltratadas “aparecen” en la televisión, realmente no aparecen: aparecen de espaldas o con barras negras superpuestas sobre sus ojos, como máscaras. Son víctimas… con miedo de dar la cara. La ironía de las ironías, que las agraviadas se avergüencen incluso de ese agravio. “Él” puede volver a aparecer, volver a tomarla con ella. Y también están las criaturas. La familia. El vecindario. Lo mismo sucede con las violaciones. De las pocas que presentan cargos son crucificadas en el tribunal. Hemos recorrido un largo y terrible camino desde que empezamos con las acusaciones de “discriminación”, los enfados persistentes por la inferioridad social, la mezquindad de los salarios desiguales.

Releyendo mi anterior introducción encontré, para mi sorpresa, que las primeras páginas constituían un pequeño ensayo sobre el estilo. Las primeras líneas del prefacio original también lo hacían: “Tengo la impresión de que la sociedad emergente tiene grandes dificultades con la forma… Me gustaría que el nuevo movimiento diera a las mujeres que se dedican al arte confianza en su propia cultura (en el sentido de que las mujeres son una clase con una subcultura propia) y un respeto hacia su propia experiencia, junto con la libertad, incluso la espontaneidad de expresarlo de formas nuevas”. Raro, pensé al principio. ¿De dónde viene toda esta digresión hacia la estética literaria? ¿Qué tiene que ver con la prostitución? A medida que continué leyendo lo recordé: los Testimonios sobre la prostitución han sido mi punto de inflexión, el “eslabón perdido” que me llevó desde la prosa de mi tesis doctoral en Política Sexual hasta la libertad de En pleno vuelo. Es más que eso: la forma y el contenido son en gran medida inseparables. Y así como entrar en contacto con M y J, con su mundo, su experiencia, fue una experiencia explosiva radicalizadora para mí, entrar en contacto con la forma en la que hablaban, con el inglés hablado (o más bien inglés americano) me cambió completamente la mente así como la forma de escribir.

Mi anterior introducción conecta los Testimonios sobre la prostitución con Política sexual, Tres vidas [1] y mi separación del mundo académico para convertirme en una organizadora y agitadora libre. Al volver atrás puedo ver cómo esa introducción actuó como una especie de caja de resonancia, una mayor exploración en el desarrollo de mi estilo (tanto literario como político), el único autoanálisis o crítica que me había permitido. Lo que separa esta introducción de esta segunda es no solamente el hecho de que la primera editorial permitió que el libro se descatalogara, por lo que los derechos se me retornaron y yo se los cedí alegremente a Ballantine para volver a publicarlo en un momento en que el libro es quizás más necesario y oportuno que nunca. Lo que realmente separa estos dos momentos es En pleno vuelo. No menciono en ningún momento En pleno vuelo en la primera introducción, aunque ya lo había escrito y me había pasado dos años puliéndolo y revisándolo. Por supuesto todavía no se había publicado. Pero el motivo por el que no lo mencionaba era porque yo estaba bastante segura de que no se iba a publicar nunca. La editorial que me contrató para ello echó una larga y horrorizada mirada a las escenas de erotismo entre mujeres y lo rechazó. En pleno vuelo estaba en entredicho. Cuando finalmente vio la luz al publicarse causó asombrosos estallidos de críticas, injurias y censuras. Era un libro escandaloso, yo seguía desconcertada por el nivel de indignación, el reflejo de la Policía Cultural en sus críticas, la extravagante acusación de pornografía incluso en la revista Ms. En pleno vuelo me puso en entredicho, me convirtió en una proscrita. Algo agradable de ser.

Pero todo empezó con Testimonios sobre la prostitución. De no ser por ellos, podía haber ocupado mi lugar entre académicos y académicas decentes y fiables, agasajada en banquetes a mi vejez, convirtiéndome en “experta”, apelando a la América Media, seguir siendo la predilecta de las tertulias, presentarme a las elecciones o aceptar una cátedra. Podría haber sido respetable. Quedarme hasta tarde con una mujer negra adicta a la heroína y una call girl [2] cambiaron eso. Y me convirtió en escritora. Eso y el proceso de escucha que me dio, al final, casi una apreciación religiosa por la validez del inglés americano hablado. Todo ello ocasionado por la necesidad de escuchar (por una vez no muriéndome por hablar también, por interrumpir, por exponer mi punto de vista -la forma habitual en que fracasamos o nos negamos a escuchar a alguien en la izquierda radical- sino escuchando y oyendo de verdad). Estas dos mujeres, M y J, sabían dónde estaba, sabían de lo que hablaban, lo habían experimentado (yo no) y ahora, en mitad de la noche, estaban a punto de dejar caer todas sus defensas y contármelo. Si yo aprendía a callarme. Así que lo hice.

Mi aprecio por lo que decían se convirtió, poco a poco, en aprecio por cómo lo decían: al grabarlo y reproducirlo cientos de veces, al transcribirlo, leerlo y editarlo y releerlo y reeditarlo. A pesar de mi decepción inicial cuando lo que había sonado, como se ha dicho, tan elocuente, tan conmovedor, parecía, mecanografiado, menos elocuente -lleno de pausas y «ah» y frases inacabadas y repeticiones (como ocurre con el habla cuando se transcribe) -, a pesar de todo eso, la fuerza esencial seguía ahí sobre el papel. El poder de cómo hablan las personas que hablan bien y desde la raíz de su ser, que dicen la verdad y se conmueven al hablar. Cuya habla está viva mientras hablan. Todo el logro de algunos escritores -Henry Miller el primero que me viene en mente- es aprender, finalmente, a escribir como la gente habla. Así fue para mí. Así llegué a En pleno vuelo a través de Testimonios sobre la prostitución. Es significativo el cambio desde el análisis académico de Política Sexual hasta el registro de la vida puesto en discurso real de En pleno vuelo. También es significativo que ocurriese a través de Testimonios sobre la prostitución. Porque es un proceso, una evolución, en la que no he estado sola.

Empezamos en un sitio y llegamos a otro. Empezando con libros de análisis, como La mística de la feminidad o Política Sexual ( o incluso el reciente y excelente Contra nuestra voluntad, de Susan Brownmiller), nuestros primeros discursos están pronunciados como mujeres que han llegado al feminismo como un sistema explicativo para el mundo en el que nos encontramos, un mundo que examinamos con métodos analíticos que hemos aprendido de los libros, de la tradición académica, de las ideologías políticas de la izquierda. Esos microscopios, esa disposición de miembros, nervios y ramas, esa exploración de la estructura y la consecuencia, de la costumbre y el mito, es la racionalización. De todo ello hemos construido el plan y el esquema de cómo funciona el sistema. Por qué ocurre, cómo ocurre, por qué se perpetúa. Hemos construido un esquema. Un primer paso esencial.

Completarlo es otro asunto. Para ello, hemos hecho películas y documentales, hemos celebrado festivales de cine y lecturas de poesía, hemos escrito novelas y diarios. Porque esto no son análisis, sino expresiones. Y arte. Para expresar las vidas de las mujeres a medida que suceden. Este es el motivo por el que hice Tres vidas. Y para expresar las experiencias de M y J hice Testimonios sobre la prostitución. Así fue para muchas de nosotras, empezamos a recolectar datos de cómo se sentía momento a momento, de cómo se vivía, sin teorizar. En pleno vuelo quizás va un paso más allá, hacia la actualización de nuestras vidas mientras continúan bajo el proceso de transformación. Ya no es la suma de momentos bajo el antiguo régimen, sino la prueba de que muchas mujeres están empezando a escribir, a día de hoy, un registro de la nueva vida. No lo sé.

Sin embargo, a pesar de todo eso, sea cual sea el interés que este pequeño libro tenga como punto de inflexión o puerta de entrada a las regiones inferiores de nuestro mundo del colectivo de mujeres (los lugares en los que han estado, las cosas que han conocido y, a través de ellas, los lugares en los que he estado, las cosas que he aprendido), Testimonios sobre la prostitución son una causa para mí. Más que cualquier cosa que haya escrito, dirige en sí misma a la acción. Clama por, fue creado para este propósito: hacer algo. Hacer algo más de lo que diría. Política Sexual se dirigía al feminismo, En pleno vuelo a las lesbianas y los gays (y quizás también a la no violencia, que es incluso menos respetable), pero Testimonios sobre la prostitución siempre ha estado dirigido directamente hacia la acción directa. Este libro clama “organizaos, organizaos”. Los derechos de autora han pagado incluso una imprenta [3]. Porque quería desesperadamente ver que algo sucedía. Y porque, al final, el libro solo puede incitar, ser un catalizador, tocar una fibra sensible, hacerse eco de una percepción que ya está presente o en potencia en la lectora o el lector. Y porque solo puedo ayudar y acompañar a la verdadera organización. Debe llevarse a cabo por otras: las propias prostitutas.

Con o sin el apoyo y solidaridad de otras feministas, el único auténtico centro de cambio es la prostituta misma. Y lo está haciendo.

Es un gran avance en la situación tal y como se describía al final de la introducción de 1972, cuando todavía conteníamos el aliento y esperábamos. La primera conferencia Feminista Radical en Nueva York sobre la prostitución acabó en un fiasco tempestuoso. Margo St. James ha aparecido desde entonces, (ella fue un cliffhanger en el epílogo de Sacramento, 1973). El mismo año anunció la creación de COYOTE, “una organización de mujeres sueltas”, también conocidas como “Call Off Your Old Tired Ethics[4]. COYOTE acabó en la prensa y en los tribunales, y ha luchado y ha ganado casos. También está PONY en Nueva York, ASP en Seattle DOLPHIN en Honolulu, todas organizaciones hermanas dedicadas a aliviar la situación de las prostitutas callejeras proporcionándoles ayuda contra el acoso policial, asesoramiento legal, asistencia para la fianza y formularios de arresto y todos los medios para que las prostitutas conozcan sus derechos. Pero la meta real para las prostitutas de Estados Unidos es la despenalización. No la legalización, sino la despenalización, porque la legalización otorga el estado de derecho o incluso la prerrogativa de vender y comprar mujeres, así como de obtener ingresos de esas transacciones, mientras que la despenalización simplemente elimina la prostitución del código penal y la devuelve a la esfera de la vida privada a la que pertenece.

Primero, por supuesto, la despenalización es la forma más rápida de aliviar los males de la vida de la prostituta: el miedo, las detenciones, las multas, la cárcel, los juicios, las extorsiones, del proxeneta y también de su colega abogado. Pero está ampliamente aceptado entre las organizaciones de Estados Unidos que los legisladores no despenalizarán la prostitución (quizás por incapacidad, quizás por su propio conservadurismo y del de sus constituyentes), y que nuestra mejor opción es ir a juicio. Hasta que se tome la gran decisión de que las mujeres tienen derecho a disponer de sus cuerpos como consideren oportuno y que la prostitución no es una transacción en el dominio público, y que la interferencia policial aquí es una invasión de la privacidad, la estrategia seguida ha sido resaltar la manera discriminatoria en la que se aplican las leyes contra la prostitución. Aunque hay algunos estados que tienen leyes que específicamente procesan al cliente, el patrocinador o el “putero” así como a la prostituta, estas leyes de hecho nunca se aplican. Ha sido la misión de COYOTE traer este hecho a la atención del público así como a los juzgados, y demandar una protección igualitaria bajo la ley. Ha habido algunos progresos: las cortes de Alabama, California, Louisiana, Minnesota y Washington, D.C. han dictado resoluciones anulando condenas a prostitutas, basándose en que suponen una discriminación sexual. El juez de California, Spurgeon Avakian, de la Corte Superior del Condado de Alameda, no solo estaba de acuerdo con esta base, sino que ordenó al Departamento de Policía que dejara de detener a prostitutas, citando una sección del Código Penal de California, que “prohíbe a cualquier persona aconsejar o ayudar a otra en la comisión de un delito menor”.

Porque, por supuesto, es así como la mayoría de detenciones por prostitución tienen lugar, a través del “juego sucio”, el método de detención más innecesario, deshonesto e hipócrita. La doctora Jennifer James, de la Universidad de Washington, estima que al estado le cuesta 1560 dólares arrestar a una prostituta callejera. Estos millones de dólares en impuestos, que suman millones en todo el país, miles de horas de trabajo policial, tiempo en los tribunales… ¿todo para qué fin?  “Para garantizar el aislamiento de hombres inocentes de las invitaciones obscenas de mujeres”, tal y como señalan Rennie y Grimstad en The New Woman’s Survival Sourcebook. Y ellos saben, así como lo sabemos nosotras, la ironía en todo esto, porque toda mujer está continuamente, y bajo las más públicas y humillantes circunstancias, sujeta a las invitaciones obscenas de los hombres. No hay ninguna ley contra, ni aplicada ni ejecutada. Resumiendo la nueva conciencia feminista en cuanto a la prostitución, que empezó a filtrarse despúes de la conferencia Feminista Radical de Nueva York, Rennie y Grimstad afirman muy elocuentemente:

La prostitución provoca poderosos sentimientos a nivel visceral en las mujeres precisamente porque revela de manera contundente ciertas suposiciones fundamentales y tácitas sobre las relaciones de las mujeres con los hombres en la sociedad patriarcal. Nos recuerda que somos definidas por nuestra sexualidad: esposa, soltera, lesbiana, puta. Y nos recuerda que la mayoría de las mujeres dependen de los hombres para la supervivencia social y que la mayoría de nosotras, de una forma o de otra, aseguramos nuestra supervivencia a cambio del bien más deseado por los hombres. Las feministas ven esta cosificación sexual de las mujeres como deshumanizadora y degradante, con su máxima expresión en las mujeres que deben vender sus cuerpos para ganarse la vida […] Ven en la prostitución, también, un mecanismo de control que no es distinto al de la violación: la amenaza de la violación reduce la cantidad de espacio libre permitido para las mujeres (no protegido por los hombres) y anima a las mujeres a buscar la protección de un hombre, más comúnmente en el matrimonio. La prostitución también sirve para advertir a las mujeres: a que limiten sus relaciones sexuales a un solo hombre, y segundo, para asegurarse de que no se pide nada a cambio, excepto “amor”.

Pero realmente sucedió en Francia. Una podría esperar que el feminismo estadounidense hubiera generado un incipiente movimiento para organizar a las prostitutas y despenalizar la prostitución en este momento. Pero que miles y miles de prostitutas francesas se rebelaran abiertamente y tomaran iglesias durante varios días el pasado junio, desafiando las leyes y a la policía que las habían reprimido cada vez con más dureza y atrayendo la atención de todo el mundo hacia la situación de las prostitutas callejeras, su valiente lucha por el reconocimiento humano, la decencia humana en sus vidas y la consideración humana en la crianza de sus hijas e hijos fue inesperado y sorprendente. Un año antes, las mujeres francesas habían ganado una gran victoria en el tema del aborto, pero ni siquiera eso se acercaba ni predijo el furor que siguió en junio. El movimiento era joven, todavía pequeño en número, marginal. Y de repente las prostitutas dieron un paso adelante, se convirtieron en la vanguardia, el grupo por el que quizás menos esperanzas podrías tener: pobres, con poca educación política ni experiencia en organización de ningún tipo, poco sentido de la autoestima y atomizadas (cada mujer aislada de las demás). El grupo de mujeres más oprimidas y despreciadas. El grupo que más necesidad tenía de liberación y menos probabilidades tenía de obtenerla. O eso se pensaba…

Y la ocupación de la Iglesia de Saint-Nizier fue como una bomba que explotó por toda Europa. Yo estaba en Inglaterra y oí su reverberación haciendo eco por toda Europa. Quería estar ahí. “Las prostitutas se han refugiado en las iglesias, se niegan a pagar más multas, se niegan a ir a la cárcel…”. Por supuesto, la primera reacción pública fue la risa incómoda. Cada día mucho más incómoda. Porque una revolución muy real ha tenido lugar entre las desdichadas de la tierra.

A pesar de que la erupción parecía espontánea y espléndida, había estado construyéndose durante mucho tiempo y, por supuesto, no ocurrió de manera instantánea. A la luz de lo que se ha dicho sobre la opresión de las mujeres teniendo su fundamento en el abuso físico, la violación y la violencia, es significativo que las primeras manifestaciones entre las prostitutas francesas fueran en respuesta a una terrible serie de asesinatos, asesinatos de prostitutas en la ciudad de Lyon, una serie de crímenes particularmente atroces donde, en cada caso, la víctima fue torturada durante muchas horas y de la manera más cruel antes de la muerte, y el cuerpo mutilado horrendamente después.

Tras el asesinato de Chantal Rivier en mayo de 1974 (rompiéndole las rodillas lentamente, atadas detrás de su cabeza), y en junio de Renée Grangeon (le arrancaron los dedos de los pies y fue estrangulada lentamente con un cable electrificado alrededor del cuello mientras la sumergían bajo el agua), asesinatos que siguieron a los anteriores asesinatos de prostitutas apuñaladas y apedreadas, y que nunca fueron resueltos ni parecieron importar mucho a las autoridades, se convocó una reunión de prostitutas, abogadas, la NID (una fundación benéfica para la rehabilitación de prostitutas en Francia) y periodistas. Se escribió una declaración que se entregó a las autoridades. Tenía que ver con materias de seguridad y protección policial, pero empezó también a realizar demandas mucho más controvertidas: el fin de la represión policial y de las multas o comparecencias, que la policía francesa repartía a las prostitutas como si se tratara de tickets de aparcamiento. Son multas de unos veinticinco dólares, y una prostituta callejera puede recibir varias en el transcurso del día. Es muy improbable que pueda pagarlas. Y, a medida que las acumula, se arriesga a una detención y al encarcelamiento. La prostitución no es ilegal en Francia, así que seguramente te preguntes por qué las acosan tanto. Es simple. Son culpables de una “attitude de nature à provoquer la débauche”, de un comportamiento favorecedor de la depravación. En otras palabras, prostitución. De hecho, una mujer puede estar paseando a su perro, o dando una vuelta con su criatura, o corriendo a por una barra de pan, pero si un policía decide que ha sonreído a un integrante del sexo masculino, o le suena que es una prostituta, o simplemente no le gusta su aspecto, simplemente le da un ticket. Tiene que repartir una treintena todos los días, una cuota, y tiene que obedecer a un inspector de policía lyonés duro e implacable, que aunque no quiere o no puede proteger las vidas de las prostitutas, tiene la determinación de hacerlas miserables. Y pagar. Porque, por supuesto, hay una recompensa por cazar putas, la policía hace un juego de ello, sin incluso bajar de sus coches de patrulla, simplemente pasándoles las citaciones a través de la ventanilla.

Las autoridades no prestaron atención a la declaración. Y en agosto hubo otro asesinato, el de Marcelle Anaclès. Hubo otra reunión. Se invitó al inspector de seguridad pública, el Sr. M. Laurent. También el inspector Winnick de la brigada anti-vicio. Se hicieron nuevas demandas. Muy conscientes de lo que hacían, la policía lionesa respondió escalando la represión, incrementando el número de citaciones. Se desenterró una ley que obligaba a ir a prisión de tres a ocho días a cualquiera que tuviera dos citaciones en el periodo de un año y en la misma ciudad por delitos menores de cualquier tipo. No solamente reciben varias multas al día, sino que se las multa sin ninguna evidencia o prueba de culpabilidad, sin proceso legal, sin reclamo por parte del estado o la sociedad más allá de la decisión subjetiva de un policía, y en ausencia de testigos y sin ningún recurso legal disponible para ella. Es difícil imaginar una situación más totalitaria. La prisión se hizo inevitable para las prostitutas de Lyon.

Las multas puede que fueran imposibles de pagar, pero la cárcel significaba separarse de sus criaturas. Se escribió una carta al inspector de policía, suplicándole que, ya que había rechazado reunirse con ellas, que al menos les permitieran vivir. La respuesta fue simplemente poner más multas.

Las prostitutas decidieron que era necesario informar a la población. Y obtuvieron un respiro. En abril de 1975, un programa muy famoso e influyente les permitió exponer su caso. En esa ocasión la portavoz fue Ulla, una mujer notablemente persuasiva y elocuente. Había surgido un liderazgo, y la solidaridad se construía a través de una serie de reuniones y represión creciente. En Lyon se estaba construyendo un movimiento que llegó a representar a unas treinta mil mujeres francesas. Y llegó al final, para cambiar el rostro de la prostitución en todo el mundo.

El momento era oportuno. El 2 de junio se acordó que debía tener lugar una acción radical no violenta (la elección perspicaz de tácticas ingeniosas no violentas, así como la inteligencia moral de insistir en cuanto a su uso, es algo admirable y estimulante del movimiento), y se debatió la idea de ocupar la Catedral de Saint-Jean. Más tarde se decidió que la Iglesia de Saint-Bonaventure era una mejor localización. Se informó a la prensa, que, junto con la policía, se presentó allí el gran día, el 3 de junio. Mientras tanto, el movimiento había cambiado hábilmente la localización a la Iglesia de Saint-Nizier. Que sea famosa para siempre. Durante ese día y en ese recinto sagrado las hijas de la alegría entraron en la Casa del Señor.

Tiene encanto. Para quien, como yo, que me he criado en la Iglesia, se vive con un entusiasmo especial. Estaba atada a Inglaterra y no podía esperar a escapar de las garras de mis editores y plantarme en el lugar de la acción. Que las prostitutas llenaran las capillas ricas, respetables y beatas de la Iglesia Romana fue tremendamente delicioso. Que buscaran asilo en el altar, al estilo de la Edad Media, fue una forma poética de política. Incluso en el recuerdo más borroso de los principios reales del cristianismo primitivo hay, por supuesto, una justicia encantadora, algo apropiado y bello: María Magdalena estaba en la ciudad y pasaba mucho tiempo con ese alborotador y con muchos otros hasta que las autoridades acabaron con él.Y Saint-Nizier tenía la bendición de contar con un buen hombre, de ninguna manera estúpido, como era su párroco. Père Béal sentía que la iglesia era la casa de todas las personas, y cuando la gente respetable le preguntó si le había chocado respondía que lo que le chocaba es que alguien pudiera preguntarle eso. Las mujeres llegaron con naranjas, ceniceros, mantas y café: “Estamos aquí y no vamos a ceder”, dijeron. “Ya no tenemos la impresión de que seamos solamente prostitutas: somos mujeres y estamos juntas”. Fue el apogeo de la solidaridad, la emoción de una aventura ante el mundo (justo afuera de las grandes puertas, con sus periodistas, sus equipos de televisión…), la dulce embriaguez de la comunidad. No solamente la comunidad entre ellas, sino la comunidad con el mundo. El 3 de junio, las prostitutas francesas se abrieron paso hacia la raza humana. Durante tanto tiempo excluidas, se habían puesto a sí mismas en el centro con un golpe brillante.

Lo hicieron muy bien. Emitieron declaraciones claras y razonables al público, dieron entrevistas informativas y persuasivas, leyeron y argumentaron y debatieron todo el día. E insistieron al gobierno que prestara atención y que François Giroud, una periodista dura que había sido nombrada recientemente Secretaria de la Condición de la Mujer en Francia hiciera algo sobre su situación para que no tuvieran que ir a prisión. Y, finalmente, que cesara el acoso injusto que sufrían. Lo suficientemente razonable. Giroud metió la pata. En la única ocasión en la que podía haber hecho algo realmente bueno y noble, o incluso práctico o conveniente, hizo lo que inmediatamente parecía la peor decisión de una carrera, una decisión que traicionaba su puesto y su responsabilidad, y probablemente letal para su cargo. No hizo nada. Se lavó las manos. Dijo que no era de su competencia, sino la del Ministro de Interior, M. Poniatowski. Se escuchó una carcajada en toda Francia. M. Poniatowski era ahora, por defecto, Ministro de la Condición de Mujer. Y no hizo mucho tampoco. Hasta que hizo la cosa más estúpida. Llamar a la fuerza bruta.

Pero no antes de que Lyon se convirtiera en Montpellier, Grenoble, Marseille, Toulouse, Cannes… la huelga se extendió a casi todas las ciudades de Francia. Iglesia tras iglesia. Y finalmente, París, la capilla de Saint-Bernard en Montparnasse. ¡Quizás fue esa la gota que colmó el vaso! O quizás fue el movimiento de las mujeres, porque para entonces el MLF (Mouvement de la Libération des Femmes) había establecido buenos vínculos con las mujeres de Lyon a través de un equipo de grabación que filmaba a las prostitutas y los debates que tenían lugar en la iglesia y las mostraba a la multitud reunida afuera. Luego, tomaban fotos a las reacciones de la población y las mostraban a las mujeres aisladas en la iglesia. Un enlace valioso entre dos mundos, más fiable y espontáneo que los medios oficiales.

La simpatía hacia las prostitutas creció muy rápidamente. Giroud no se dignaba todavía a comunicarse con ellas de ninguna forma, pero Simone de Beauvoir vino y pasó la tarde con ellas. “¡Eso sí que es clase!”, una está tentada a reírse. No se podría imaginar un mejor índice de imaginación moral. De las mujeres que conocí cuando llegué, también demasiado tarde, aprendí una cosa maravillosa: estaba con ellas aunque no lo supiera. La edición francesa de Testimonios sobre la prostitución era el libro que más aprobaban en sus sesiones de estudio. Ahora hay otro libro y lo han escrito ellas mismas [5].

Durante algunas horas las prostitutas francesas dejaron de ser unas “pute” y se convirtieron en personas. Para todo el mundo. Pero eso fue demasiado para que el gobierno lo soportara. Demasiado para esa burocracia rígida y asfixiante, ese tedio pomposo, esa mendacidad de brocado que es el Establishment francés. Todo era demasiado real, de alguna manera. Y tenía que terminar. Poniatowski envió a los antidisturbios. Y lo hicieron de forma asquerosa. Atacaron a las seis de la mañana, cuando todo el mundo dormía. Usaron al buen párroco como señuelo, atándole las manos a la espalda y obligándole a llamar a las mujeres que hacían guardia diciéndoles que había una llamada urgente para Ulla. Entonces asaltaron el lugar. Arrastraron a las mujeres por el pelo, las golpearon, las arrojaron al suelo de piedra, arrastraron los cuerpos inermes y no protestantes de la protesta no violenta y la resistencia pasiva por el suelo y las arrojaron a los furgones policiales. Por un momento, cuando me enteré, temí que pudiera ser el fin. Pero cuando fui a París las conocí. No han terminado, solo acaban de empezar. El trabajo de organización continúa en pequeños bares por todo París, por toda Francia.

Cuando las vi por última vez, en noviembre, se estaban preparando para una asamblea general de prostitutas de todas las naciones que iba a tener lugar en París. “¿Una gran reunión?”, pregunté. “Enorme”, contestaron. “Hemos alquilado el mismo salón que utilizan para las convenciones de los partidos políticos”. Que la Diosa sonría.

Kate Millet
Cazenovia, Nueva York, y Ciudad de Nueva York
Enero de 1976

Introducción de 1972

Testimonios sobre la prostitución se escribió durante el que se convirtió en el periodo más frenético de mi existencia, durante el verano de 1970. Política Sexual se había publicado en julio y se convirtió en un superventas en agosto y septiembre, explotando lo que había sido una vida de agradable oscuridad con el misil del “éxito” estadounidense. Uno de los aspectos más alienante del calvario fue que para cuando el libro estaba en los stands yo ya había dejado de ser su autora. Es decir, que ya me había convertido en un tipo distinto de autora, con otro estilo y otros intereses.

Testimonios sobre la prostitución jugó un papel importante en liberarme de las formas académicas, distantes, irónicas, mandarinas, con las que había empezado como escritora. Terminé de escribir el borrador final de Política Sexual en febrero. En los meses que siguieron, me convertí en algo así como una activista y organizadora a tiempo completo para el movimiento de mujeres. Durante la primavera de 1970, cuando la guerra de Camboya desencadenó una huelga estudiantil nacional y mi propia Universidad Experimental en la Universidad de Columbia se disolvió para que sus integrantes pudieran dedicarse a la tentativa de paz, fui libre de viajar a una serie de universidades en el Norte, en el Sur y en el Medio Oeste, haciendo todo lo que podía en el rol delicioso de agitadora externa, para atraer a las jóvenes a la huelga como feministas comprometidas.

Con mis amigas del movimiento de liberación de mujeres en Columbia, empecé a elaborar una especie de análisis feminista de la guerra como fenómeno social y la mentalidad militarista como una función en el adiestramiento en los roles sexuales. Llegó el momento de poner a prueba las teorías. ¿Cómo podría nuestro incipiente movimiento marginal, con su punto de vista oblicuo, tan vulnerable a la acusación de no participación -las mujeres no son reclutadas- cómo podría hacer frente al neomilitarismo de la izquierda masculina, su obsesión machista con los métodos violentos? Fue una primavera plena y gloriosa, cuando mucho parecía posible. Oyendo a cuatro mil voces de mujeres llamando a la “huelga” en el salón de actos de la Universidad Smith, la palabra rebotando de pared en pared, repetida una y otra vez como un tamborileo en el centro de un torbellino, conocí la satisfacción que siente una organizadora.

Sin embargo, por silenciosa, tangencial o imaginaria que hubiera sido mi influencia, estaba viviéndolo todo. Ahora, la participación política era un evento personal. No teoría, sino práctica: no se reducía a la reunión de diez dedicadas intelectuales en un apartamento de Nueva York, sino concentraciones bajo la lluvia en frente del presidente de la universidad, cónclaves en edificios tomados por estudiantes, el terror de un ataque judicial en el césped de Columbia. Y cuando escribí sobre estas cosas, casi fortuitamente, en una ocasión como reportera para la revista Change (porque sufragaban los gastos del viaje) u otra vez como colaboradora para la Red Clay Reader (porque el editor era un amigo que me lo pidió) escribí como alguien involucrada en los actos. Si bien no abandoné por completo la ironía en la que me había educado, ya no me aferraba a esa sombría pretensión de objetividad que se requería habitualmente de los candidatos a doctorado. Las frases pesadas se reducían a una longitud natural. Incluso a los fragmentos de oraciones en las que las personas estadounidenses realmente pensamos y hablamos. Mi lenguaje tenía que reflejar la experiencia misma: coloquial, emocionante, inmediata. Ya fuera en el ajetreo de la huelga en los campus del noreste, o en la dolorosa nostalgia de volver a visitar un colegio del sur donde había sido desesperadamente infeliz once años antes, estaba escribiendo finalmente desde una participación emocional directa. Empecé a escribir de la misma manera en que hablo y siento. En resumen, estaba empezando a escribir.

Testimonios sobre la prostitución fue una especie de punto de inflexión en el proceso [6]. Me enseñaron un cuidado más profundo, otro sonido. En los primeros escritos, escribiendo como participante, había abandonado un estilo académico por uno de reportaje personal. Fue una transición relativamente fácil y liberadora, exuberante y afirmativa. Lo que pasó con Testimonios sobre la prostitución fue algo distinto. Y al principio fue angustioso, porque a través de ellas empecé a escuchar, para que la experiencia de otras mujeres pudiera verterse sobre mí. En algunos momentos sentía que me ahogaba en ella.

En alguna parte de mi propia contribución a los Testimonios menciono el hecho de que, después de grabar las entrevistas, tuve que dejarlas de lado por un tiempo antes de poder trabajar en ellas como material de vida, en lugar de la vida misma, tan profundamente me afectaron, me sacudieron, me persiguieron, me vencieron. Esta absorción que he experimentado con Testimonios en las existencias de otras mujeres llevó a Tres vidas, un documental que explora las biografías de tres mujeres, una película que grabé el mismo verano en el intervalo entre la grabación de Testimonios y su edición. El material grabado también tuvo que esperar, enfriarse durante algunos meses, hasta que me sentí suficientemente desapegada de mi propia implicación con las seres humanas cuyas vidas habían producido el metraje, antes de que pudiera incluso empezar a pensar en editarlo.

Sospecho que hay muchas razones para el efecto traumático que, en cierta manera, tuvo el material, en ambos casos, sobre mi persona. Primero, el peso de su originalidad. Porque la vida real experimentada por las mujeres ha estado, hasta hace poco, oculta para otras mujeres, inarticulada, no expresada, ajena al estilo y a las suposiciones de nuestra cultura patriarcal. La erupción que tiene lugar cuando aflora es un evento común en los grupos de autoconciencia, donde, en un fenómeno que dos antropólogas [7] han descrito como análogo tanto a la agonía de la conversión religiosa como a la repentina coherencia del patrón impuesto a los pueblos insurgentes por las ideologías sociales, tiene lugar una transformación dramática en las personas que hasta el momento habían sido incapaces de definir el caos insustancial de sus vidas. En la autoconciencia, una mujer escucha lo que una vez fueron sus propios miedos, rencores, ambiciones y frustraciones particulares, en voz de otras. En consecuencia, es consciente de que su experiencia no es tal y como la había imaginado, anómala e insignificante, sino ampliamente compartida y sumamente válida. Pero las otras causas detrás de la fuerza de mi reacción son tanto más personales como más generales, y surgen de mi propia tendencia peculiar, casi peligrosa, a identificarme con otras, así como de las amplias implicaciones morales que inevitablemente surgen cuando una trata con la vida de otras. Al entrar en el sufrimiento de otras mujeres, exponiéndome a ellas, ya no simplemente como académica o crítica, sino ahora como escritora o cineasta, me estaba exponiendo a ellas no solo como artista sino como mujer, una mujer cada día más intensamente preocupada por el destino de todas las mujeres.

Era imposible descubrir el sentimiento de estar atrapada como en una pesadilla que Mallory o Robin transmiten en la película, por ejemplo, o la terrible desesperación de J en los Testimonios, sin convertirse imaginativamente en ellas y sentir también su dolor. Y esto era agotador. También descubrí que conocer las experiencias de otras sitúa una gran responsabilidad moral sobre ti, ya que el propio conocimiento de otra, si es profundo y auténtico, constituye grandes obligaciones.

¿Cómo puede una descargarse de esa responsabilidad? Escribir parecía meramente el primer paso. Pero al menos era un comienzo. Si se pudiera llevar algo de la verdad de la experiencia de la prostituta a la luz, en forma de debate público, aunque solo fuera para disipar el aire fétido de las estadísticas sociológicas o la glamorización de Playboy, o la exageración pornográfica, entonces la niebla de la apatía y la desinformación pública podría disiparse un poco. Escribir puede expandir el debate, puede generar interés, dirigir la atención hacia el asunto. También era todo lo que podía hacer por mí misma, como individua. Pero no era mucho. No cambiaba nada en sí mismo. Y era un cambio real en las vidas de las prostitutas el logro que yo quería ver, específicamente cualquier mejora en su difícil situación, la explotación que la encierra desde todos lados, la degradación impuesta por el proxeneta y el cliente, el enjuiciamiento de la ley, el desprecio del público. Un desprecio que, a pesar de la bravuconería, se convierte en autodesprecio. A través de una dinámica familiar entre todas las personas marginadas, el desprecio corrosivo dirigido hacia la paria desde el exterior es interiorizado por su víctima, aquí la propia prostituta.

Un cambio debería incluir por supuesto reformas legales, despenalizaciones, también un cambio de dirección de la política policial. Pero también debería implicar cambios más básicos en la actitud por parte del público, el inmenso y laborioso proceso de reeducar a las personas, algo que hemos aprendido en las situaciones análogas de aborto o revocación de la sodomía que debe preceder al cambio legislativo. Es esencial para lograr dicho cambio de actitud un cambio dramático en la perspectiva en el mundo de las mujeres “hetero”, históricamente separadas de la prostituta por su respetabilidad. Debe haber un nuevo clima de concienciación, de confianza y respeto entre mujeres, un sentido de comunidad. Lo más material de todo, lo más difícil de esperar, un cambio significativo implica un cambio en la calle. Alguna reorientación fundamental en la autoimagen de la prostituta que podría afectar sus relaciones con el chulo, la policía y el cliente. Para el cual la prostituta es la figura clave, sin su participación todo el debate sobre el cambio es escolástica condescendiente.

Creo que escribir sobre prostitución debe ser un inicio, pero a menos que otras se involucren, a menos que el movimiento de mujeres u otros grupos y organizaciones consecuentes elijan enfocarse en la prostitución como un problema, la realidad del mundo de la calle no se verá afectada de ninguna forma por la publicación de algunos meros ensayos de lo que resultarán ser un tomo grueso y caro dirigido a un público académico. Lo sabía y me desanimaba lo poco que parecía posible, hasta que se convocó la primera conferencia feminista sobre la prostitución en diciembre de 1971. Esperé el evento con un optimismo absurdo. Al fin las cosas empezaban a pasar. A otras mujeres también les preocupaba. La cosa parecía que avanzaba, acelerada con la fuerza de las energías de muchas mujeres. El resultado traicionó mi ingenuidad utópica. La conferencia fue tanto una iluminación como un desastre. El primer día comenzó de manera bastante tranquila con información: excelentes ponencias sobre teoría, definiciones, estadísticas, historia, las complejidades de la ley, su aplicación arbitraria (como, por ejemplo, en el caso de “menores descarriadas” o “salones de masajes”), y con propuestas de reforma. La tarde se dedicó a talleres donde se desató el infierno, entre las prostitutas y el movimiento.

Porque, contra todo pronóstico, las prostitutas sí asistieron a la conferencia. No muchas. Quizás no las más representativas. Pero un puñado de mujeres que todavía se dedicaban a ello estaban allí, no eran integrantes del movimiento que casi habían hecho o habían llegado a hacer un “trabajillo” bajo las presiones y exigencias de una vida pasada. Y estas pocas vinieron como un huracán. Tenían mucho que decir sobre la presunción de las mujeres hetero, que imaginaban poder debatir, decidir o incluso discutir cuál era su situación y no la nuestra. Lo primero que podían decirnos, el mensaje que llegaba a través de un estallido de indignación comprensible, era que éramos críticas, entrometidas e ignorantes.

Yo había anticipado esta confrontación, habiéndola experimentado en una escala mucho más suave, de tú a tú, antes de que se me permitiera escuchar lo que había aprendido sobre la vida de mis propias informantes, más de un año atrás, cuando estaba escribiendo los Testimonios. También era consciente de que las que vinieron no se organizaban. Y que es inútil además de pomposo jugar a ser un misionero. Y que si algo, en última instancia, debe hacerse o decirse o decidirse sobre la prostitución, las prostitutas son las únicas personas legítimas para hacerlo, independientemente del papel marginal o catalítico que el movimiento o escritoras del movimiento como yo puedan desempeñar para comenzar dicho proceso.

Por tanto, fueron predecibles tanto la animosidad confundida del ataque de las prostitutas como la culpa incómoda y las respuestas confusas dadas por las mujeres del movimiento. Tras horas de debate acalorado y confuso, habíamos trazado líneas, declarado posiciones, condenado a las demás o, más bien, las prostitutas condenaron al movimiento, algunas de cuyas integrantes en un momento dejaron de defenderse lo suficiente como para escuchar o competir entre ellas por la aprobación de las prostitutas, que estaban encantadas de encontrarse en el centro de atención de un grupo de mujeres a las que eran libres, e incluso alentadas, de insultar. Un viaje sadomasoquista. El espectro de la libertad sexual, que era el tema real, se palpaba en la sala. ¿Quién sabe más sobre el sexo? ¿Quién recibe más? ¿Qué es lo más importante? ¿Quién es genial? El dinero es divertido. ¿Qué es el orgullo? ¿Qué es la mojigatería? Todas sentían profunda ambivalencia acerca de las demás: la envidia y el resentimiento inconscientes operaban como motores de vapor, una podía sentirlos palpitar. Nos peleamos y nos reconciliamos, luego nos volvimos a pelear, pero al menos habíamos logrado reunirnos. Y en el interminable “déjame terminar mi argumento” versus el “Cariño, no te enteras” que se prolongaba en los portales y escaleras, o durante las copas postmortem en los bares, finalmente nos estábamos convirtiendo en personas la una para la otra. Había un abismo… pero se estaba cerrando. Todo era posible.

Durante el segundo día las cosas explotaron. Una obra maestra involuntaria de precipitación torpe, el título del programa del día estaba inscrito en folletos: “Hacia la eliminación de la prostitución”. La mesa redonda de expertas incluía a todas menos a las prostitutas. Algunas de ellas llegaron tarde y después de cierta vacilación se les permitió sentarse en la mesa, me alegré de ceder el debate a las verdaderas expertas. Pero ya era demasiado tarde. Las denuncias rituales del día antes, estratagemas en un foro de talleres, se habían convertido ahora en ataques a gran escala ante una audiencia numerosa, una parte de ella fresca e inocente, que se había perdido los eventos del día anterior. No se reconocía ninguna estructura ni autoridad en la mesa redonda, cuyas integrantes, nuevas y antiguas, empezaron de inmediato a discutir tediosamente.

La audiencia, indignada por tener que esperar su turno sin ser ni iluminada ni entretenida, desconcertada por las disputas irracionales de las ponentes, se rebeló finalmente en largas filas impacientes frente a los micrófonos colocados en el suelo. Cuando finalmente se les permitió hablar, las mujeres, enfrascadas durante demasiado tiempo en el rol opresivo de audiencia, también había llegado al punto de incoherencia y se entregó a diatribas sin sentido. Las ponentes se marcharon y fueron reemplazadas por ávidas voluntarias. “El festival de la sinrazón”, le gruñí a Alix Shulman mientras observaba, impotente, sentada entre la audiencia. Sería divertido, claro, si no hubiera sido tan espantoso. La necia pero incansable pacifista que habita en mi alma se marchitaba de desesperanza. Estallaron guerras privadas de maravillosa acrimonia por toda la habitación. Nadie escuchaba. Todas hablaban. Nada tenía sentido.

Las cosas degeneraron rápidamente en caos. Las prostitutas habían recopilado su ira todavía nebulosa de sus propias vidas y la habían dirigido sumariamente hacia las mujeres del movimiento que parecían querer “eliminar” de manera igualmente sumaria la prostitución, el medio mismo de su sustento. Más allá del hilo absurdamente hipotético planteado por el término de “eliminación”, ya que el primer paso hacia la eliminación estaba acordado por todas las ponentes que sería la despenalización, un beneficio obvio para las prostitutas, que ya no serían arrestadas, multadas ni encarceladas. Más allá de esto estaba el riesgo mucho mayor de un juicio adverso por parte de otras mujeres. Porque si un gran número de mujeres “hetero” se congregan para coincidir en que hay un beneficio absoluto en la eliminación de la prostitución, ¿qué le transmite eso a la prostituta? Que es despreciada y rechazada por sus hermanas. No importa si esto tiene sentido, estaba ahí como un edicto sobre el corazón. Ninguna negación, por más vehemente que fuese, llevaba peso contra esta convicción elemental. Toda la sofistería de la retórica del movimiento, que nosotras también éramos prostitutas, que todas las mujeres eran prostitutas, que el matrimonio es prostitución, que las prostitutas están oprimidas y la prostitución es una forma de esclavitud, todo esto no tenía ningún valor. La retórica, cuya exagerada deriva metafórica es el material mismo de la política radical, no puede cambiar la realidad que la prostituta observa. Ellas son heteros. Sus matrimonios no son los mismos que su prostitución. No le halaga ser etiquetada como esclava. Incluso el prestigioso título de “la más oprimida” tiene tan poco efecto que podía ser refutado con simple chulería: “¡Ganamos más dinero que vosotras, chicas!”. El diálogo se vuelve imposible. La esperanza de ello se evapora ruidosamente a gritos. Y el elemento adventicio de la personalidad hace su aparición: una de aquellas que más persistentemente se ofreció para representar a las prostitutas, una actriz formidable cuyo grandioso neuroticismo, aunque paradigmático de la desorientación personal de una prostituta de la parte alta, la hacía completamente impermeable a la lógica de cualquier tipo, se ofendió por todo y por todas. Y se apoderó del momento. Dominó la ocasión a través de una histeria impresionante que fue igualmente efectiva con su propio contingente, cada vez más silencioso, cada vez más fácil de manipular, como lo fue con su audiencia, intimidada por su proclamación de autenticidad. Una observaba con fascinación horrorizada. Una mujer extraña y nerviosa con un cabello teñido de algún color inverosímil de gris, glamurosa con una serie de collares, feroz en sus acusaciones, una jesuita en el argumento, creció y floreció en el escenario, relegando a todas las demás personalidades en su euforia de poder. Mística, un avatar, una fuerza que llenaba la banal fealdad de un auditorio escolar, se convirtió en La Prostituta, papal en su autoridad.

Se abrió un abismo. Ahora enfrentadas, facciones divididas para siempre. Las mujeres del movimiento, en particular las organizadoras de la conferencia, creyendo que habían actuado de buena fe, se pusieron a la defensiva. Empezaron a chillar. El contingente de prostitutas empezó a chillar más. Se levantan barreras. Las posiciones se vuelven rígidas. La acusación, durante tanto tiempo sepultada en la buena voluntad liberal o en la retórica radical: “Tú lo vendes, yo también podría, pero no lo haré”, finalmente se escuchó. Se dijo en voz alta al fin. El rechazo y la desaprobación que las prostitutas sentían desde el principio y que, con el instinto infalible del inconsciente, habían dirigido con toda su energía hacia la exposición, ahora presente ante nosotras, como una fuerza palpable en el aire. Las prostitutas estaban finalmente justificadas. Ahora hay una pelea de verdad. Alguien es golpeada en un acto obsceno irreparable. Los intentos de reconciliación son inútiles. El orden y la dirección están fuera de discusión en lo que ahora es un grupo de encuentro de más de quinientas personas. La tarde quedó hecha un desastre.

Simplemente era muy pronto. La esperanza revivió de nuevo cuando una notable joven emergió, una escritora independiente (en Village Voice, etc.) que trabajó y vivió en un burdel. Aquí estaba la combinación misma de astucia social y política que necesitábamos, junto con una preocupación generosa e imaginativa por sus hermanas de vida. Aquí estaba la organizadora con la que habíamos soñado. Se llevaron a cabo varias reuniones, se formó un grupo, se trazó un proyecto para brindar servicios legales y médicos a las mujeres de la calle, en un local. Pero por ahora no ocurre nada. Y en la actualidad, el grupo se disuelve, aunque podría revivir en el futuro. Una vez más, era demasiado pronto. Una vez más, hay que concluir que el momento aún no estaba maduro.

Vuelvo al principio, depositando mis esperanzas en lo que pueda lograrse a través de las palabras. Las mías y las de otras, parciales, a menudo confusas, sobre la conferencia, que aparecieron en el Village Voice. Independientemente de lo polémicos e irrelevantes que puedan haber sido, y con frecuencia no eran más que continuaciones de las disputas que habían destruido la conferencia, los estallidos repetidos de la cobertura del Voice, al igual que cualquier otro artículo de los medios, provocaron debates y centraron la atención en la prostitución. Durante una semana o dos, la gente habló. ¿Escucharon quienes están en la calle? ¿Leerán el Voice? ¿Leerán esto? ¿Y también se impacientarán por ver cambiar su mundo? Una escritora solo puede esperar.

Ciudad de Nueva York

Mayo de 1972

PD: Puede ser que la Costa Oeste se organice antes que nosotras en el Este. Acabo de enterarme del movimiento por la despenalización que está llevando a cabo Margo St. James en San Francisco y Jennifer James en Seattle. La mejor noticia de todas es el proyecto que Margo St. James está organizando en la Iglesia Memorial Glyde en San Francisco. Aún es demasiado pronto para predecir éxitos, pero la sensación de impotencia se alivia un poco. Las cosas están mejorando, podría ser posible que logremos cambiar el curso de la historia.

Sacramento, California
Febrero de 1973

Notas

[1] N. de la T.: Three lives es un documental dirigido por Susan Kleckner y Kate Millett.

[2] N. de la T.: Concepto que hace referencia a la mujer prostituida con la que se puede concertar una cita por teléfono.

[3] Para el grupo COYOTE de Margo St. James, en San Francisco, el primer grupo de prostitutas organizadas de los Estados Unidos.

[4] N. de la T.: Siglas de COYOTE, podría traducirse como “Abandona tu antigua ética”.

[5] Une Vie de Putain, editado por Claude Jagger (La France Sauvage, 1975, Presses d’Aujor d’hui). Aunque está editado por un hombre, el libro también contiene, en la introducción de Jagger y los capítulos finales sobre la ley y los proxenetas, los escritos más sensibles e inteligentes sobre la prostitución que he encontrado. Estoy tremendamente impaciente por ver este libro traducido al inglés y disponible en Estados Unidos.

[6] Me refiero aquí al estilo de las voces de las cuatro mujeres, más que a las formas más elaboradas del prefacio, que ahora me parecen, a medida que lo leo, como una justificación para el estilo directo de las propias mujeres.

[7] Esther Newton y Shirley Walton, en un artículo no publicado sobre los grupos de autoconciencia de mujeres, impartido ante la Asociación Antropológica en la ciudad de Nueva York, 1971.


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